Ya era tarde en la noche cuando el niño se durmió. Algo le rondaba por la cabecita que no lo dejaba descansar. Nunca antes le había pasado algo igual. Esa sensación inexplicable de vacío por un lado pero de lleno por el otro. Luego de varios intentos- como contar ovejas, autos, repasar las tablas- se durmió contando pelotas. Y el niño soñó.
Un estadio lleno en algún lugar lejano de aquí, repleto de personas con banderas de un lugar lejano de aquí. No acertaba a ver nada que se parezca a algo visto anteriormente. La gente seguro alentaba pero el idioma era desconocido. En un minúsculo sector de las tribunas reconoció un forma familiar y hacia allí se encaminó
Hacía frío y el niño estaba tapado hasta las orejas. Todo era silencio esa noche. El silencio normal del descanso pero también el de la ansiedad. Y el niño siguió soñando.
Ya instalado entre ese pequeño grupo de hinchas se sintió uno más y vio como los equipos salían ordenadamente a la cancha. Como se formaban. Como sonaba el himno ajeno cantado por el enorme coro desconocido y como sonaba el propio; apenas voceado por un coro de cámara. Y el pitido le resonó en el oído pero más en el corazón. La mejor amiga del hombre ya rodaba.
El silbato del tren casi comete el pecado de despertarlo. Hubiese sido mortal. Sin embargo, no sin esfuerzo, el niño volvió a soñar
Soñó un partido trabado de camisetas blancas y azules. De nervios dentro y fuera de la cancha. El encuentro lo absorbía casi todo el tiempo sin embargo no podía dejar de mirar cada tanto a las tribunas. Las luces brillaban en sus ojos y hacían que la figura de los gigantes que se debatían en la arena se cuadruplicara. Ese efecto siempre le llamo la atención. A pesar de eso, la pelota- blanca como nunca había visto- era dueña de sus ojos. Y unos cuantos pares de pies, dueños de su corazón.
Faltaban horas aun para que el sol se asomara. Las 4 de la mañana daban en el reloj. Obreros se despertaban para ir a trabajar. El niño, tranquilo ahora, seguía en su sueño.
Y soñó a un jugador que tomaba la pelota en el centro del campo. Tenía el número 10 recortado en blanco sobre azul en la espalda. Y el balón, obediente como sólo un hijo querido puede serlo con su padre, se recostó en el pie derecho y también soñó.
Soñó que viajaba sobre ese pie, acariciado, hasta el pie de otro jugador que también le dio la bienvenida con otra caricia. Así, viajo de pie a pie siendo querido por todos por igual. Pero ella, la pelota, quería volver al pie que tan bien la había hecho sentir la primera vez. Y así fue. Ese pie derecho la volvió a envolver como quién abraza a alguien que no ve hace mucho tiempo.
El niño no fue indiferente a esto. Sus músculos se tensaban cada vez más. Sus ojos comenzaron a tomar un raro brillo. Brillo de ensueño.
El pequeño soñó que la pelota y el jugador, juntos como siempre, se acercaban al área. Los jugadores de blanco se arremolinaban y no podían entender como y cuando se había producido ese casamiento tan estrecho entre los dos. No comprendían como tanto amor podía ser posible. El jugador, con un amague, se desentendió de los de blanco- la pelota los saludo diciéndoles “adiós incrédulos, hombres de poca fe”. Y llegó el momento. Casi pidiéndole perdón por alejarse de ella, el 10 pateó. Pateó es una manera de decir porque casi fue como un suave beso de despedida. La pelota lo entendió y voló decidida a devolverle todo el amor que el 10 le había prodigado; pero multiplicado infinitas veces. Le dolió mucho a esa blanca pelota serle infiel al jugador y darle un beso a las redes. Sin embargo, esa infidelidad implicaba- raramente- una entrega infinita; una alegría total.
El niño se removía extrañamente en la cama. Si su madre lo hubiera visto habría pensado que algo malo pasaba. Pero no. El niño no quería despertar.
Soñó que gritaba con toda su garganta. Que veía la camiseta número 10 entre otras con otros números. Que los de blanco movían sus cabezas sin comprender. Que la pelota descansaba su amor en un rincón del arco. El niño sintió las lágrimas correr por sus mejillas, calientes, saladas, de emoción, de angustia liberada, de felicidad; de amor. Nunca antes había llorado de esa manera, tan natural. Vio las caras de los demás; todos lloraban.
El despertador sonó. El timbre despertó al niño. No sabía muy bien donde estaba pero sintió que la almohada estaba mojada. Las lágrimas habían dejado su marca. Rápidamente buscó debajo de su cama. La tomó entre sus brazos. La besó. Era oscura. Muchas lluvias, pies, piedras, barro la habían tocado. Los gajos se dibujaban como sonrisas abiertas a los ojos del niño. La besó de nuevo. No era tan blanca como la del sueño pero inspiraba el mismo amor. Se recostó de nuevo. Prendió el velador y miró la cabecera de su cama. En una foto estaba el 10 con su redondo amor bajo la suela. El niño pensó que ese sería un día único. Estuvo tranquilo. A partir de ese momento supo que todo saldría bien. Imaginó su sueño hecho realidad. Apagó el velador. Abrazó a su pelota bajo las frazadas. Cerró los ojos esperando el siguiente sueño. Íntimamente sabía que la próxima vez que soñara vería al 10 con un trofeo en sus manos. Lentamente fue cayendo en el sueño, como quién deja llevarse por las olas del mar. El niño era infinitamente feliz.